Hay bronca en España con Felipe González porque le ha dicho al presidente socialista Pedro Sánchez lo que no se debe hacer. En particular, maltratar la Constitución en aras de retener el poder.
Esta discusión le presenta al menos dos problemas al actual mandatario en ejercicio, que atraviesa una situación institucional muy compleja Uno es obvio y liga con la figura de quien expone el cuestionamiento, personaje central en la construcción de la España moderna junto a Adolfo Suárez y Alfonso Guerra. Fueron quienes amarraron la “balsa de piedra” al continente, diría Saramago.
El otro problema, no tan obvio para el presidente y su grey, es que Felipe González tiene razón.
“No podemos dejarnos chantajear y menos por minorías en extinción”, ha bramado el histórico líder socialista desde su estatura, inquieto de que Sánchez acuerde con el secesionismo catalán una trampa constitucional para lograr un tercer mandato consecutivo.
Lo que reprocha Felipe es el sentido de un poder nacido de ese modo. Parece reaccionar a una época en que los límites se esfuman detrás de la noción de que el voto que da mayoría, conquistado de cualquier forma, es un peaje para descartar la norma o acomodarla a la carta. También, cuando el diálogo público está sometido a una constante deformación.
Fue notable esta semana escuchar en el legislativo español a Miriam Nogueras, la jefa del bloque del partido Junts per Catalunya de Carles Puigdemont, con el cual Sánchez negociaría una amnistía y lo que venga después, quien aclaró que “no quieren un parche para cerrar el paso a la derecha”, cuando representa a una formación de neta estirpe derechista.
El contexto es el siguiente. Después de esta semana en que el Partido Popular y su candidato, Alberto Núñez Feijóo, intentaron pero no lograron apoyo parlamentario para la investidura, el rey, que en España es el jefe de Estado, dará lugar a Sánchez para que haga el intento.
Esto es así porque en las elecciones adelantadas de julio pasado, gano el PP con el 33,1% de los votos y el PSOE quedó segundo con 31,7%. Ninguno de ambos con suficiente respaldo para lograr la mayoría, ni sumando en el caso de Feijóo a su incómodo socio Vox o en el de Sánchez, lo que queda del populista Podemos o el novedoso frente de izquierda Sumar que debutó en esas urnas.
¿Regreso al bipartidismo?
España varió de un país bipartidista como el que conoció González, a otro con al menos cinco fuerzas para regresar poco a poco a una estructura nuevamente más simple. En el camino quedaron Ciudadanos, una marca liberal que pretendía relevar al PP y Podemos, una formación oportunista que se autopercibía de izquierda y buscaba ocupar el espacio del PSOE. Sobrevive Vox aunque con dificultades. En estas elecciones su fuerza parlamentaria se desplomó de 52 bancas a 33.
La victoria de los populares en julio se lee como un castigó al oficialismo socialista porque, si bien la inflación fluctúa por debajo de 4% anual el costo de la canasta alimentaria sobrepasa el 10% a lo que se suma un grave problema habitacional. Así, la votación pareció menos emocional que racional.
El electorado le dio poder, pero limitado a las dos fuerzas históricas, sugiriendo que negocien entre ellas una solución a esos padeceres, al estilo de la Große Koalition alemana entre los cristiano demócratas y los socialdemócratas que respaldó por años al gobierno de Angela Merkel. Pero en España la grieta es tan significativa que Sánchez delegó en un ex alcalde de Valladolid, un político menor, el discurso de respuesta a Feijóo en el legislativo, un enorme desprecio a la figura del rival. Imposible acordar.
Para que el presidente en ejercicio logre su propósito de renovar mandato necesita el aval de los catalanes. La factura por ese favor es vasta. Puigdemont, quien comanda desde el exilio en Bruselas su grupo parlamentario (obtuvo 1,6% de los votos y siete legisladores), exige una amnistía total para los soberanistas que en 2017 intentaron romper la unidad territorial de España con la declaración unilateral de independencia. Además, retirar a la justicia de esta contienda, abriendo la alternativa a otro referéndum, esta vez con el aval de Madrid.
La citada jefa del bloque de Junts, Nogueras, en su discurso pronunciado en catalán, subrayó esos propósitos sin ambigüedades. Reclamó que se reconozca “la legitimidad democrática del 1-0” (por el referéndum separatista del 1 de octubre se 2017). Sostuvo que “lo determinante es el reconocimiento nacional de Cataluña y, por tanto, su derecho de autodeterminación”. De modo que “sólo un referéndum acordado con el Estado español podría sustituir el mandato político del 1-O… En democracia, no hay otro mecanismo mejor que el de poner en manos de los ciudadanos las decisiones de gran trascendencia como son estas”.
Eso es lo que sulfura a Felipe González. Hay una línea roja que marcaron los propios catalanes cuando en 1978 aprobaron con el 90% del voto la actual Constitución que proclama la indisoluble unidad de España. La Carta no prohíbe hacer consultas, pero aquel límite indica qué es lo que no puede hacerse.
Hay un trasfondo adicional en este pleito. Se entremezcla de modo oportunista el ancestral espíritu independentista catalán con la coyuntura, antes igual que ahora. El secesionismo funcionó como una palanca extorsiva desde la derecha neta del opaco y corrupto líder conservador Jordi Pujol, y posteriormente por Artur Mas, los padres políticos de Puigdemont.
La levedad ideológica del populismo de Podemos entre otros sellos, lo convirtió luego en una bandera propia con extremos pintorescos como Evo Morales, en nuestra región, llamando por entonces a apoyar a los “revolucionarios catalanes”.
El origen de esta batalla carece en verdad de esa épica. Durante la crisis que se disparó a nivel global en 2008, España y todo el sur de Europa sufrió un golpe económico fatal. Una de las regiones más golpeadas fue Cataluña, también de las que con mayor dureza respaldó a los bancos que expulsaban de sus viviendas a quienes no podían pagar las hipotecas.
Los ancianos se suicidaban ante ese desamparo. Como sucedió también en Italia. La crisis en el Eurosur fue atajada por un severo plan de ajuste que promovió Alemania, el “austericidio” como lo llamó Felipe González.
La pelea era por los impuestos
En esa circunstancias, Artur Mas, que llegó al gobierno de Cataluña en medio de la pesadilla, visitó al recién nombrado presidente español, Mariano Rajoy del PP confiado en que, correligionarios de ideas, habría un salvavidas a mano. Mas pretendía un alivio fiscal. Cataluña con el mayor PBI del país brindaba la más elevada cuota de coparticipación a la nación. La idea era reducir esa contribución. Rajoy apretado por las mismas circunstancias, se negó de plano.
La reacción fue la formación de la Asamblea Nacional Catalana en 2011 que el año siguiente alzó las banderas de la independencia para culpar al gobierno central de los ajustes que caían y caerían a plomo sobre los catalanes y que Puigdemont aplicó con enorme rigor cuando le tocó gobernar.
Para que quedara claro de qué iba la pelea, Mas creó en 2012 una agencia recaudatoria propia lo que enfureció a Madrid más aún que la rebelión independentista. Es fácil intuir que por esos senderos pasa la memoria de González y lo que sugiere cuando proclama que “las mayorías se tienen que respetar a si mismas”. Hay mucho que aprender de España. . © Copyright Clarín 2023