Dos episodios han unido con una tensa cuerda el principio y el final del verano. Ambos están más relacionados de lo que parece a primera vista. A principios del pasado mes de julio, el Gobierno holandés caía tras una crisis interna de las fuerzas políticas que lo sostenían. Justificar la caída de un gobierno de la Unión Europea con el siguiente enunciado tiene su interés: “Todos somos criaturas de Dios, nuestro deber es acoger a las víctimas de las guerras”. Esta frase fue pronunciada por un representante del pequeño partido Unión Cristiana, protestante, socio del gobierno presidido por Mark Rutte, ante el intento de limitar la política de reagrupamiento familiar para refugiados de guerra. Mientras los liberales aceptaron sin rechistar la restricción de los conservadores, ni la ChristenUnie (CU), ni la progresista D-66 la admitieron y en consecuencia el gobierno de coalición cayó.
Pasadas casi las vacaciones, a finales de agosto, los impresentables actos de Luis Rubiales obligaron a toda la sociedad española a tomar partido, incluido el arzobispo de Oviedo. Ambos episodios forman parte de lo que llamaría la Gran Clarificación, un proceso que va a atravesar nuestra sociedad como un relámpago.
No es casual que estos hechos interpelen a la esencia de nuestra humanidad. Si el primero apela a preguntarse quiénes son (o no) nuestros hermanos y semejantes y qué consecuencias políticas se derivan de ello, el segundo nos interroga sobre nuestra actitud ante la lucha por la dignidad de la mujer. A medida que las sociedades europeas avancen –o retrocedan– en sus políticas en el ámbito inmigratorio y de género, más momentos como estos encontraremos.
En el caso de la CU holandesa, su posición fue honesta, puesto que, llegados a la disyuntiva de restringir o no un derecho humano básico, un colectivo autodenominado “cristiano” no podía votar a favor de limitar la política de reagrupamiento familiar sin traicionar a su más hondo sentido de ser. Que haya sido un pequeño partido el que haya puesto por delante los valores humanos nos adelanta tiempos interesantes ante los que todavía chocan más las palabras del arzobispo de Oviedo explicando el caso Rubiales como “frivolidades teledirigidas en noticias amañadas para distraer la atención, eclipsar las vergüenzas y manejar bajo cuerda pretensiones y apaños a cualquier precio y con la habitual mentira como arma política”.
La Iglesia española debería meditar sobre su posición en esta gran clarificación que se acerca. No he encontrado ningún comunicado de la Conferencia Episcopal Española oponiéndose a limitar el reagrupamiento familiar de los refugiados y acogiéndose así a un ecumenismo fraternal con la Iglesia reformada holandesa. Tampoco, aparte de las declaraciones del arzobispo Sanz, sobre si la actitud de Rubiales debe ser condenada en su forma y trasfondo.
La Iglesia española deberá implicarse en las políticas de inmigración y el papel digno de la mujer
Pero no se podrá estar callada para siempre. Pronto, muy pronto, a medida que se desarrollen políticas inhumanas hacia inmigrantes y refugiados y se pretenda coartar las dinámicas igualitarias entre hombres y mujeres, la Iglesia española como institución deberá responder e implicarse. ¿Quiere contribuir o no a la deshumanización en curso de nuestra sociedad? ¿Quiere apostar o no por un papel digno de la mujer? Esta gran clarificación es ansiada por muchos. Y les aseguro que no es necesariamente un horizonte negativo, puesto que un debate sincero y a fondo permitiría aligerar el peso de tantos años de requiebros y centrarse en lo esencial.
Otras iglesias están ya en marcha. La muerte hace unas semanas de la escritora italiana Michela Murgia, una mujer de profunda inspiración cristiana y al tiempo luchadora por la igualdad de género, permitió escuchar la carta que el cardenal de Bolonia y presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, Matteo Zuppi, remitió, no solo elogiando la tenacidad de Murgia, sino agradeciéndole su compromiso: “Incluso cuando no estábamos de acuerdo, Michela, con su apasionada investigación, nos ayudó a encontrar las verdaderas razones y a no ser obvios ni obstinados”. Obvios y obstinados. Así es. Murgia ayudó a hacer lo que Juan Antonio Estrada propone en su último libro: hacer de la necesaria e irrenunciable pertenencia a
la sociedad moderna y a la ciudadanía secular un objetivo de la Iglesia para evitar conformarse en un gueto social.
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Debo elogiar la coherencia de poner por delante la palabra acogedora al PIB de Rutte y criticar el análisis táctico del arzobispo de Oviedo. “No os olvidéis de la solidaridad y de hacer el bien, que tales sacrificios son los que agradan a Dios” (Hebr. 13,16), hemos leído algunas veces. No creo que haya que hacerse política desde Dios, pero me gusta recordar que, como ha escrito José María Castillo, el Evangelio es mucho más exigente que la carta de los Derechos Humanos, puesto que no se limita a reclamar igualdad y dignidad, sino que exhorta a amar a los enemigos, perdonar ofensas, acoger a todos los extranjeros, promover la igualdad entre hombres y mujeres y, por supuesto, a preferir de partida a los débiles sobre los poderosos o, como diría Isabel Díaz Ayuso, sobre los que “tienen un patrimonio”.
Que el gobierno de Rutte cayera por políticas restrictivas de asilo y Rubiales por su comportamiento machista es significativo de lo que podemos llaman turning points, momentos que cada vez serán más y más exigentes. Los caminos del Señor pueden ser inescrutables, pero tal vez la vida nos esté dando pistas para entreverlos mediante cada una de las encrucijadas ante las que se pone a prueba nuestra libertad de espíritu y nuestro discernimiento.
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